viernes, 22 de junio de 2012

Al estilo de la vieja guardia



En el distrito de Barranco está ubicada la casa de Amelia Huapaya, lugar donde aún se hace jarana como en tiempos lejanos, con sabor a Perú y calor de barrio: la peña ¨La Oficina¨, el último rincón criollo.

En el límite norte del distrito de Barranco está ubicado el jirón Enrique Barrón y en el centro de su cuarta cuadra (441), un portón de color miel, con dos faroles a sus extremos, son el ingreso a la casa de Amelia Huapaya. Para ella, la casa de todos, la peña  “La Oficina”. Al ingresar, una mujer de raza negra es la encargada de darte la bienvenida y hacerte sentir en confianza, ella es Rosa Guzmán. Hoy es jueves, son las diez de la noche y se inicia la jarana, a puerta cerrada.

Por: Mauricio García

Los dos ambientes, de la peña ¨La Oficina¨,  juntos albergan a cien personas como máximo, los colores tierra predominan en el interior y las mesas de madera una tan cerca de otra generan una sensación de intimidad. Todos los concurrentes se conocen, vienen casi todas las semanas, son de todas las edades, de todas las razas y de todas las clases sociales. Un hombre de predominante abdomen se posa sobre un pequeño cajón, la diferencia  más resaltante con el recordado “zambo” Cavero es su negra cabellera; él es Gustavo Urbina, quien inicia la reunión al compás de una marinera de lima. El repique del cajón y las palmas acompañan siempre el canto. ¿Quién baila?, pregunta una señora, que posee hermosos rizos dorados muy parecidos al color de la cerveza; son Fernando  y Lupita, le responden. Aquí es suficiente decir los nombres de pila, los apellidos no importan. ¨Estamos en confianza¨, comenta Amelia, pues ella prefiere que la llamen simplemente por su nombre —será únicamente Amelia desde ahora hasta el final—. El palmero sube a la palma está por terminar, la gente aplaude, canta y guapea;  todo se acaba al escuchar un: para gusto ya está bueno.
Valses criollos, marineras, tonderos, entre otros géneros propios del Perú y su evolución en el tiempo, son interpretados uno tras otro por los diferentes cantantes profesionales e improvisados. Una mujer con caderas anchas se zarandea hasta el centro del escenario, su voz chillona es inconfundible, es la mujer de raza negra del ingreso, para los amigos de la peña ¨la negra rosita¨: campeona nacional de marinera limeña y vals, cantante y mejor amiga de Amelia desde que se inician los jueves de peñita.

Un jueves como hoy, luego de salir de la oficina del trabajo, hace veinte años  nació  de casualidad la peña ¨La Oficina¨. Inicialmente, un grupo de amigos de la dueña fueron los que venían a compartir un momento de jarana y alegría: aquel que sabía tocaba, otros cantaban, guapeaban y bailaban. Con el tiempo, Amelia empezó a invitar a más conocidos y a ver esto como un negocio. El nombre nació igualmente de espontáneo: ¿en dónde has estado?, en la oficina, decían todos sin faltar a la verdad, pero la diferencia era que esa oficina no era la del trabajo sino la peña. Esa es la historia oficial. En el transcurso de todos estos años han cantado en su escenario: Bartola, Avilés, Cavero, los Vázquez, entre otros amigos de la dueña que pasaban por su casa, muchas veces camino a otros trabajos, pero que se detenían e ingresaban incluso para ofrecer sólo un tema. Es un lugar de criollos auténticos: comprometidos.
El sonido picoso del bordón advierte a los concurrentes la presencia de un tondero chiclayano. Aquí todos bailan con todos, no importa si sabes mucho o poco, nadie se puede quedar sentado. El espacio entre los asientos es estrecho, y eso origina que inevitablemente te saludes y comentes cosas con alguno de tus compañeros de lado: muchas veces propicia un baile y, en otras ocasiones, matrimonios como es el caso de Claudia Contreras y Luis Hoces, que se conocieron al asistir el mismo día a la peña y estar sentados espalda con espalda. Estas historias le generan gran alegría a Amelia, para ella es una gran felicidad saber que su impensado proyecto puede contribuir en el bienestar de sus visitas. Todos los amigos de la oficina son mis amigos, repite reiteradamente al pasar por cada mesa todos las noches, la pequeña ¨Lulú¨, como también la conocen.
A la media noche todo es alegría, todos cantan, todos bailan y todos pueden percibir el rico olor a tamales calientes que proviene de la cocina. Amelia personalmente se encarga de preparar y servir: ella es la dueña de casa y los demás son sus invitados. El lugar se impregna de diferentes olores y los primeros platos desfilan sobre comensales ansiosos porque lleguen los mismos a sus manos. Los músicos que habían hecho un intermedio se colocan nuevamente en sus posiciones y el sonido del cajón confirma marinera norteña. Aquí los hombres normalmente son los que invitan al baile y ella son las que deciden aceptar o rechazar la invitación. En su mayoría los que asisten no son bailarines profesionales, pero han estado en clases o han aprendido de ver; poseen el mejor de los bailes: el espontáneo. Del otro lado, están los que bailan a nivel profesional y que van a la peña para poder encontrarse con amigos y poder disfrutar de esas jaranas que sólo en ¨La Oficina¨ se pueden recrear.
Un señor mayor le extiende un pañuelo a una muchacha, mucho más joven que él —quizá 20 años menor—, ella acepta. No se conocen, nunca se han visto e, incluso, no saben sus nombres mutuamente, pero él reconoce que es una bailarina profesional de marinera, su porte la delata, y no quiere perder la oportunidad. Ella, por su parte, sabe que el caballero que la acaba de invitar es un bailarín amateur e intenta bailar de forma sencilla para no dejarlo mal frente a sus amigos. La marinera termina, él le agradece, intercambian nombres y se despiden con una sonrisa cómplice. Es la fotografía de una ciudad lejana, pasada en el tiempo como el mismo olvido.
            La jarana está en su mejor momento, los tímidos cantantes ya entraron en calor y las botellas de pisco se vacían mucho más rápido que antes. El redoble del cajón indica nuevamente marinera de lima, grandes y chicos salen a bailar: es una de las últimas piezas de la noche. Entre todas las personas, en la pista de baile, un par de azules tacos aguja, destaca sobre los demás y llaman la atención de los espectadores: estos sostienen el cuerpo de una esbelta  y madura mujer de 53 años, se acaba de cuadrar en la pista de baile y su pareja la observa de frente a diez pasos. Ella es Mariel Torres, una de las puntuales concurrentes de  la peña y el es Martin Olave Torres, el hijo de ella, quien revela inseguros 17 años. Los músicos la conocen, le cantan su marinera preferida, sus amigos guapean a su hijo para que no sienta miedo e inicia la marinera. Ella se olvida que él es su hijo y él trata de olvidar que es su madre; el contrapunto se origina; todos cantan; sigue el guapeo; ella lo enfrenta, él le responde; ella lo mira con indiferencia, lo barre, lo desprecia, pero al final lo acepta. La marinera acaba, ella le sonríe y él le da un beso en la frente, todos aplauden. Mariel Torres comenta que le gusta bailar con su hijo en la casa de Amelia ya que es como bailar en su propia casa: todos somos una familia, comenta la diestra bailarina campeona de campeonas. Es el final de la noche, Amelia agradece mesa por mesa la visita: abrazos, besos y promesas de regresar nuevamente a su casa se dejan escuchar aún a lo lejos.

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