En el distrito de
Barranco está ubicada la casa de Amelia Huapaya, lugar donde aún se hace jarana
como en tiempos lejanos, con sabor a Perú y calor de barrio: la peña ¨La
Oficina¨, el último rincón criollo.
En el límite norte del distrito de Barranco está
ubicado el jirón Enrique Barrón y en el centro de su cuarta cuadra (441), un portón
de color miel, con dos faroles a sus extremos, son el ingreso a la casa de
Amelia Huapaya. Para ella, la casa de todos, la peña
“La Oficina”. Al ingresar, una mujer de raza negra es la encargada de
darte la bienvenida y hacerte sentir en confianza, ella es Rosa Guzmán. Hoy es
jueves, son las diez de la noche y se inicia la jarana, a puerta cerrada.
Por: Mauricio
García
Los
dos ambientes, de la peña ¨La Oficina¨, juntos albergan a cien personas como máximo,
los colores tierra predominan en el interior y las mesas de madera una tan
cerca de otra generan una sensación de intimidad. Todos los concurrentes se
conocen, vienen casi todas las semanas, son de todas las edades, de todas las
razas y de todas las clases sociales. Un hombre de predominante abdomen se posa
sobre un pequeño cajón, la diferencia más resaltante con el recordado “zambo” Cavero
es su negra cabellera; él es Gustavo Urbina, quien inicia la reunión al compás
de una marinera de lima. El repique del cajón y las palmas acompañan siempre el
canto. ¿Quién baila?, pregunta una señora, que posee hermosos rizos dorados muy
parecidos al color de la cerveza; son Fernando
y Lupita, le responden. Aquí es suficiente decir los nombres de pila,
los apellidos no importan. ¨Estamos en confianza¨, comenta Amelia, pues ella prefiere
que la llamen simplemente por su nombre —será únicamente Amelia desde ahora
hasta el final—. El palmero sube a la palma está por terminar, la gente
aplaude, canta y guapea; todo se acaba
al escuchar un: para gusto ya está bueno.
Valses
criollos, marineras, tonderos, entre otros géneros propios del Perú y su
evolución en el tiempo, son interpretados uno tras otro por los diferentes
cantantes profesionales e improvisados. Una mujer con caderas anchas se
zarandea hasta el centro del escenario, su voz chillona es inconfundible, es la
mujer de raza negra del ingreso, para los amigos de la peña ¨la negra rosita¨: campeona nacional de
marinera limeña y vals, cantante y mejor amiga de Amelia desde que se inician los jueves de peñita.
Un
jueves como hoy, luego de salir de la oficina del trabajo, hace veinte
años nació de casualidad la peña ¨La Oficina¨.
Inicialmente, un grupo de amigos de la dueña fueron los que venían a compartir
un momento de jarana y alegría: aquel que sabía tocaba, otros cantaban,
guapeaban y bailaban. Con el tiempo, Amelia empezó a invitar a más conocidos y a
ver esto como un negocio. El nombre nació igualmente de espontáneo: ¿en dónde
has estado?, en la oficina, decían todos sin faltar a la verdad, pero la
diferencia era que esa oficina no era la del trabajo sino la peña. Esa es la
historia oficial. En el transcurso de todos estos años han cantado en su
escenario: Bartola, Avilés, Cavero, los Vázquez, entre otros amigos de la dueña
que pasaban por su casa, muchas veces camino a otros trabajos, pero que se
detenían e ingresaban incluso para ofrecer sólo un tema. Es un lugar de
criollos auténticos: comprometidos.
El
sonido picoso del bordón advierte a
los concurrentes la presencia de un tondero chiclayano. Aquí todos bailan con
todos, no importa si sabes mucho o poco, nadie se puede quedar sentado. El espacio
entre los asientos es estrecho, y eso origina que inevitablemente te saludes y
comentes cosas con alguno de tus compañeros de lado: muchas veces propicia un
baile y, en otras ocasiones, matrimonios como es el caso de Claudia Contreras y
Luis Hoces, que se conocieron al asistir el mismo día a la peña y estar
sentados espalda con espalda. Estas historias le generan gran alegría a Amelia,
para ella es una gran felicidad saber que su impensado proyecto puede
contribuir en el bienestar de sus visitas. Todos
los amigos de la oficina son mis amigos, repite reiteradamente al pasar por
cada mesa todos las noches, la pequeña ¨Lulú¨, como también la conocen.
A
la media noche todo es alegría, todos cantan, todos bailan y todos pueden
percibir el rico olor a tamales calientes que proviene de la cocina. Amelia
personalmente se encarga de preparar y servir: ella es la dueña de casa y los
demás son sus invitados. El lugar se impregna de diferentes olores y los
primeros platos desfilan sobre comensales ansiosos porque lleguen los mismos a
sus manos. Los músicos que habían hecho un intermedio se colocan nuevamente en
sus posiciones y el sonido del cajón confirma marinera norteña. Aquí los
hombres normalmente son los que invitan al baile y ella son las que deciden
aceptar o rechazar la invitación. En su mayoría los que asisten no son
bailarines profesionales, pero han estado en clases o han aprendido de ver;
poseen el mejor de los bailes: el espontáneo. Del otro lado, están los que
bailan a nivel profesional y que van a la peña para poder encontrarse con
amigos y poder disfrutar de esas jaranas que sólo en ¨La Oficina¨ se pueden
recrear.
Un
señor mayor le extiende un pañuelo a una muchacha, mucho más joven que él
—quizá 20 años menor—, ella acepta. No se conocen, nunca se han visto e,
incluso, no saben sus nombres mutuamente, pero él reconoce que es una bailarina
profesional de marinera, su porte la delata, y no quiere perder la oportunidad.
Ella, por su parte, sabe que el caballero que la acaba de invitar es un
bailarín amateur e intenta bailar de forma sencilla para no dejarlo mal frente
a sus amigos. La marinera termina, él le agradece, intercambian nombres y se
despiden con una sonrisa cómplice. Es la fotografía de una ciudad lejana,
pasada en el tiempo como el mismo olvido.
La jarana está en su mejor momento,
los tímidos cantantes ya entraron en calor y las botellas de pisco se vacían
mucho más rápido que antes. El redoble del cajón indica nuevamente marinera de
lima, grandes y chicos salen a bailar: es una de las últimas piezas de la
noche. Entre todas las personas, en la pista de baile, un par de azules tacos
aguja, destaca sobre los demás y llaman la atención de los espectadores: estos sostienen
el cuerpo de una esbelta y madura mujer
de 53 años, se acaba de cuadrar en la pista de baile y su pareja la observa de
frente a diez pasos. Ella es Mariel Torres, una de las puntuales concurrentes
de la peña y el es Martin Olave Torres,
el hijo de ella, quien revela inseguros 17 años. Los músicos la conocen, le
cantan su marinera preferida, sus amigos guapean a su hijo para que no sienta
miedo e inicia la marinera. Ella se olvida que él es su hijo y él trata de
olvidar que es su madre; el contrapunto se origina; todos cantan; sigue el
guapeo; ella lo enfrenta, él le responde; ella lo mira con indiferencia, lo
barre, lo desprecia, pero al final lo acepta. La marinera acaba, ella le sonríe
y él le da un beso en la frente, todos aplauden. Mariel Torres comenta que le
gusta bailar con su hijo en la casa de Amelia ya que es como bailar en su
propia casa: todos somos una familia,
comenta la diestra bailarina campeona de campeonas. Es el final de la noche,
Amelia agradece mesa por mesa la visita: abrazos, besos y promesas de regresar
nuevamente a su casa se dejan escuchar aún a lo lejos.